Adivina quien viene esta noche ....
CUENTO PARA UNA NOCHE DE REYES
Rogelio apenas si levantaba un palmo del suelo pero ya sabía leer de carrendilla, casi sin pararse en los puntos y en las comas. Era para él cosa de brujería eso de que juntando palotes y circulitos se pudiese leer pájaro, agua, madre. Claro que Rogelio sólo tenía dos libros: uno de cuentos y Los santos españoles, así que se los sabía de memoria.
-A ver, Rogelio, léenos El príncipe miedo.
Y Rogelio moviendo la cabeza sobre la página del libro, como un monigote articulado, sentía un escalofrío por todo el cuerpo cuando "el aire ululaba en las altas ventanas ojivales del castillo". Él no sabía qué era eso de ventanas ojivales, por lo que se detenía casi siempre a contemplar la lámina donde un joven príncipe de larga melena al viento y capa ondulante -que él imaginaba de bellos colores- huia del castillo cuando la luna iba ocultándose detrás de las altas almenas. Nunca había visto un castillo como el del libro porque el del pueblo, del tiempo de los moros, ni tenía almenas ni torreones ni ventanas. Sólo era un muro de tierra, como el de los corrales, aunque bastante más grueso, en lo alto de un monte pelado. Eso sí, el castillo del pueblo era mucho más alto que el de la lámina. Y volvía a contemplar aquellas ventanas terminadas en punta que él no recordaba haber visto ni siquiera en la iglesia del pueblo, que era lo más antiguo sin contar el castillo. Después de ponía a pensar en el viento que ululaba. Tampoco sabía qué era. La palabra que más se le parecía de su vocabulario era aullar. Eso sí que lo conocía bien Rogelio, porque eran tiempos en que aún los lobos bajaban de la sierra cercana en las frías noches del invierno. Rogelio escuchaba sus aullidos acurrucado en la cama junto a sus padres. Por eso se le ponían los bellos de punta cuando leía lo del viento ululando en las altas ventanas.
-Venga, Rogelio, chiquillo, te paras en lo mejor.
Y Rogelio terminaba leyendo la vuelta del joven príncipe al castillo donde ya no ululaba el aire ni la luna se ocultaba detrás de las almenas. Sus heroicas hazañas corrían de boca en boca por toda la comarca. Ya nunca más volverían a llamarle El príncipe miedo.
-Bien lee el chiquillo.
-Pena que sea el hijo de un pastor. De poco le va servir para andar detrás de las cabras.
Detrás de las cabras andaba ya a veces. Los días que no había escuela, claro está. Porque la escuela era lo primero para los padres de Rogelio. Y eso que corrían malos tiempos. Una talega a cuadros y la cartilla del racionamiento para el tabaco de los hombres de la casa: tabaco de picadura y papel Bambú. Es la imagen más fuerte grabada en la tenía del niño cuando años más tarde, en un intento de retorno a la infancia, se ponía a hurgar en la memoria.
-Que el niño sea alguien el día de mañana. No puede faltar a la escuela -decía la madre.
-Como tú quieras, mujer -respondía entre dientes el padre-. Ya me las apañaré.
En los veranos llegaban al pueblo los nietos del amo. Con su piel blanca y transparente, su pantalón bombacho y sus chaquetitas de alpaca eran ya unos señoritos. Rogelio se miraba las manos agrietadas y las rodillas costrosas de gatearse a los árboles y a las paredes de los huertos. Sí, son unos señoritos, pensaba fugazmente el muchacho. Después se olvidaba de ellos.
-Esos sí, esos sí que llegarán lejos -le decían crueles sus tíos-. Tú, como no te apliques, pastor como tu padre o gañán como nosotros. Eso es lo que te espera.
Pero Rogelio no sentía envidia. Él sabía montar una ballesta y enterrarla entre los surcos sembrados en el otoño o cazar gorriones con lira mientras veía caer el agua con la nariz achatada contra el cristal de la ventana en los días lluviosos del invierno. A ver, si no, que intentasen ellos gatear hasta el último hueco de la torre para coger los huevos de cernícalo. Rogelio sabía cazar ranas con una luz y un cencerro en las noches oscuras del verano. Y eso que Rogelio era un mocoso. Lo que nunca había hecho Rogelio era ir a cazar gamusinos, aunque él se estaba oliendo ya que eso de cazar gamusinos era una guasa de sus tíos.
(Claro que se aplicaba Rogelio! Allí estaba él cada mañana, el primero, en la puerta de vieja escuela con sus libretas de raya y sus pizarrines entre dos tablas amarradas con correas. Dos hileras de niños, brazo en alto, berreaban el Cara al sol mientras don José, el maestro sordo, enjuto y solemne, elevaba majestuosamente la bandera. Después se iban colando a empujones en la silenciosa escuela, otra vez brazo en alto y Ave María Purísima. Rogelio nunca entendió nada de aquello ni le importaba mucho. Y eso que era muy aficionado a pintar banderas. No por nada, sino porque le había cogido el truco y además las tres franjas de colores, rojo, gualdo y rojo resaltaban mucho. Aunque tampoco comprendía eso de roja y gualda. Él siempre las pintaba de colorado y amarillo. Posiblemente ese color tan raro sólo los utilizaban los que hacían banderas de verdad. Claro está que él sabía pronunciar esa extraña palabra, no como los otros zagales que decían guarda. Como el que tenía el amo en el cortijo.
Rogelio se aburría en la escuela porque terminaba pronto sus tareas, así que don José, el maestro sordo, lo mandaba a la galería con los zagales pequeños a cantar la tabla o los límites de España: "España limita al Norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia..." Una y otra vez el recitado monótono; pero así podía ver el sol que entraba por las grandes vidrieras, observar las bandadas de gorriones que revoloteaban en los altos eucaliptos o presumir ante las niñas que se se asomaban furtivamente por los ventanales.
-Rogelio, que don José que mandes a los niños al recreo -se asomaba a la puerta uno de los mayores, Gervasio, un niño raquítico y paliducho. Que estaba tísico decían. Por el hambre. Rogelio no se enteró hasta mucho más tarde de que la gente había pasado hambre en el pueblo aquellos años mientras él se zampaba unos pedazos de pan aún calentito, recién sacados del horno, tan grandes que no le cabían en las manos, Con aceite y azúcar. Eso sí, "que no saliese comiendo a la calle", le decía la madre.
Rogelio había oído decir que algunos cuando iban a morirse olían ya a muerto. Tonterías, pensaba él. Otra cosa como la de ir a cazar gamusinos. Aquel verano, cuando los hombres estaban en la siega, murió Gervasio. Lo llevaron al camposanto en una cajita forrada de raso blanco. Porque era inocente aún, habían dicho. A Rogelio no le dejaron llevarlo porque era muy pequeño y no igualaba, pero le dieron una de las cuatro cintas blancas prendidas de las esquinas de la caja. Hacía calor y los hombres olían a sudor, a tabaco y a polvo de trigos recién segados. Un olor dulzón y pegajoso salía de la caja. Rogelio lo comprendió todo en un instante. Aquel olor penetrante era olor a muerto, el mismo que desprendía Gervasio muchos meses antes, cuando jugaban a enterrar flores en los huecos de las paredes, cubriéndolas de con trozos de cristal, como si fuesen nichos transparentes. Porque Gervasio se cansaba muy pronto y no podía jugar a guardias y ladrones.
Rogelio, vente a jugar al burro y no seas mariquita, jugando con flores como las niñas -le gritó el hijo pequeño del sacristán, retaco y fuerte, de cara descuadrada y una nariz ancha y remangada como una pella de barro pegada debajo de los ojos. El hijo pequeño del sacristán no sería sacristán como su padre, de eso estaba seguro Rogelio. Guardia Civil. Seguro. Y hasta era posible que llegase a comandante de puesto-. No sé cómo te juntas con el Gervasio con lo que jiede.
-Esto se le vendría también a la cabeza el día del entierro.
-Bueno, jugamos al burro o a las siete y media. Lo que queráis. Lo que no juego es a guardias y ladrones.
-Mariquita, qué tienes tú contra los guardias y los ladrones -le empujó el hijo del sacristán.
Rogelio comprendía que defendiese a los guardias, porque sabía que iba a terminar siendo uno de ellos, aunque al Carliche ni se le hubiese pasado aún por la cabeza. Lo que no entendía bien era por qué defendía a los ladrones. Y es que Rogelio no conocía a ningún ladrón; ni siquiera se imaginaba qué cara tendrían. En el pueblo había gente que robaba bellotas o leña para hacer una carga de carbón o de cisco; pero, claro, esos no eran ladrones de verdad. También el sacristán, que era panadero, le quitaba un pellizco a la masa de los panes, decían las mujeres. Pero Rogelio no estaba muy seguro de que por eso el Carliche defendiese a los ladrones, porque el sacristán tenía cara de borracho pero no de ladrón. Para Rogelio ladrones eran los bandidos de su libro Los santos españoles. Se sabía casi de memoria sus vidas y milagros; la que más le gustaba leer era la de san Pedro Almengor, De bandido a santo. Rostro fiero y barbas hasta la cintura, una túnica de tela basta a media pierna dejaba ver unas gruesas calzas de cuero. En la mano una espada corta, un puñal o un cuchillo, que Rogelio no entendía mucho de armas blancas y tampoco estaba muy claro en la lámina. Asaltando y robando a los indefensos viajeros a los que la necesidad obligaba a adentrarse por aquellos parajes despoblados. También le gustaba leer la de Santos Justo y Pastor, que él pensaba que eran dos niños como el Gervasio -pero oliendo mejor-, que por eso lo enterrarían meses más tarde en una cajita blanca.
En un extremo del patio las niñas jugaban al corro bajo la miraba maternal y sonriente de doña Concha, la maestra, un poco entradita en años y en carnes y con una leve cojera que ella intentaba disimular como Dios le daba a entender. "Viva la media naranja, viva la naranja entera, vivan slos guardia civiles que van por la carretera", cantaban las niñas mientras el corro se movía alegremente.
Había pasado mucho tiempo en la mente de Aurelio desde la muerte de Gervasio. Tiempo psicológico que dirían los entendidos. Se habían alzado las eras y recogido el grano y la paja en los doblados, se vendimiaron las viñas y llegaron los Tosantos. A Rogelio le producía cierta desazón, como un hormigueo en la boca del estómago, el doblar de las campanas -din, don, dlon- durante toda la noche. Se puso triste por su amigo el tísico: aún recordaba su olor, el olor de los muertos, le habían dicho. A veces, cuando se quedaba en la cama porque tenía fiebre, se olía el aliento y las manos por ver si tenía el mismo olor que su amigo Gervasio. Se terminó la recogida de la aceituna, los dedos como carámbanos, rebuscando detrás de los aceituneros, los surcos como cristales por la escarcha.
Ya sólo quedaba contar los días que faltaban para que llegasen los Reyes . Todas las noches salía al corral por si veía aparecer la estrella, aunque como había tantas temía no poderla distinguir. Decían que venían de Oriente. Aunque le había dado muchas vueltas al globo de la escuela, no había logrado encontrarlo, así que supuso que el Oriente estaría mucho más lejos aún. Más difícil le resultaba comprender que bajasen por la chimenea, sobre todo por la de su casa, que era muy pequeña. Pero, en fin, como eran unos magos, ellos sabrían cómo arreglárselas. Ya se cuidaría él de ponerle las botas más grandes que tuviese, las de becerro que eran grandes y estaban nuevas, sobre la repisa de la chimenea donde el abuelo hacía las migas muy de madrugada.
Muchos días antes, ya tenía escrita la carta, sin un solo borrón y con las líneas muy rectas. Como surcos. Claro que había tenido que poner debajo un papel pautado. Esperaba que los Reyes no se diesen cuenta. En un papel de barba "el galgo", con los márgenes ligeramente descuadrados, había escrito:
Queridos Reyes Magos:
Os escribo a los tres, porque no quiero que os disgustéis ninguno. Me gustaría pediros un carro grande, pintado de verde, con las llantas de hierro reluciente y los radios pintados de verde, igual que el que tiene el nieto del amo y que no me deja jugar nunca con él porque yo soy el hijo del pastor. Bueno, dejad el carro porque lo que de verdad quiero es un libro muy gordo que tiene don José el maestro encima de la mesa, con muchos mapas y muchos santos. Os digo que se llama Enciclopedia Álvarez para que no os equivoquéis. Es que los dos libros que tengo ya me los he aprendido y quiero saber más cosas.
No sé cómo despedirme porque nunca he visto a un rey; aquí el que manda ahora es un Caudillo y a ese yo no le he escrito nunca porque no tengo nada que decirle. Os daría un abrazo pero lo mismo no es así.
Ya está. Este que lo es y besa su mano. Rogelio
Fue una noche de pesadillas y de sueño entrecortado. El olor de las migas que llegaba hasta la alcoba le hizo saltar de la maca muy temprano con los piececitos descalzos y los ojos muy abiertos. Sobre la repisa de la chimenea paquetillos mal liados en papeles de colores: caramelos, garapiñadas, un pañuelo..., unos calcetines..., una caja grande... No, no es tan gordo como el del maestro; posiblemente porque está nuevo. Con los nervios, la caja se le cayó de las manos y la cocina quedó inundada de trocitos de madera de las más variadas formas y de vivos colores: rojos, azules, amarillos...Rogelio leyó la tapa de la caja: JUEGO DE ARQUITECTURA. Recogió todas la piezas, triángulos, cuadrados, arcos..., las guardó desordenadamente en la caja, que dejó encima de la mesa de la cocina mientras unas lágrimas silenciosas le brotaban de los ojos.
Rogelio pasó todo el día en el monte con las cabras. )Qué habría hecho mal? )Se habrían equivocado de chimenea los Reyes Magos? Por la carta no podía ser, que bien clarito se lo había puesto, y sin un solo borrón y con las líneas tan rectas como los raíles de la vía. Se quedó absorto, contemplando un tren que subía por la cuesta de Pedro Gordo, chiquichán, chiquichán, chiquichán... Y Rogelio le ponía letra al son monótono de la máquina recortándose limpio en las faldas de los cerros: "fogonista, fogonero, quita carga que no puedo".Así una vez y otra, hasta que el tren era ya sólo una pesada culebra en la cima. Aquel tren, negro y azul, con el metal de los faros brillando en el sol frío de la tarde y una melena de humo gris deshaciéndose en el aire, le hacía soñar con lugares lejanos, tan lejanos como el castillo del príncipe de su cuento o el país de donde venían los Reyes Magos y que él no había logrado encontrar en el globo azul de la escuela. Rogelio volvió al hilo de sus pensamientos. Si eran tan sabios, podrían haber pensado que maldita la falta que a él le hacía un juego de arquitectura, si a él lo que de verdad le gustaba era la Enciclopedia Álvarez.
Por la tarde volvió a casa, silencioso y triste pero más sosegado. Que posiblemente la culpa fuese del cartero que decían en el pueblo que apenas si sabía leer y que casi nunca llegaban las cartas. Aquella noche, arrebujado entre las sábanas y con la pena aún prendida en sus abiertos ojos, Rogelio, a sus siete años mal contados, tomó una decisión irrevocable. Ya no quería ser maestro, ni médico, como los nietos del amo. Ni siquiera maquinista de trenes, que tanto le gustaba. Tenía que ser cartero; pero no como el del pueblo que no entendía las letras ni sabía dónde mandar las cartas. Claro que tendría que darle aún muchas vueltas al globo de la escuela para saber dónde estaba el Oriente y mirar mucho los trenes si quería descubrir a qué lejanos países iban; no estaba tan seguro de poder localizar el castillo del príncipe de su cuento, pero tenía que intentarlo. Rogelio quería ser cartero, un cartero listo y sabio, para que ningún niño estuviese nunca tan triste como él lo había estado aquel día de Reyes Magos.
Han pasado los años. Un hermoso puente de un solo arco y velas blancas desplegadas se alza sobre el río. En uno de los pilares, una placa de bronce: "Arquitecto: Rogelio Manzanares". No pudo ser cartero; ni siquiera llegó a encontrar el castillo del príncipe. Eso sí, Rogelio, aunque ya no pone las botas junto a la chimenea, sigue creyendo en los Reyes Magos.
Rogelio apenas si levantaba un palmo del suelo pero ya sabía leer de carrendilla, casi sin pararse en los puntos y en las comas. Era para él cosa de brujería eso de que juntando palotes y circulitos se pudiese leer pájaro, agua, madre. Claro que Rogelio sólo tenía dos libros: uno de cuentos y Los santos españoles, así que se los sabía de memoria.
-A ver, Rogelio, léenos El príncipe miedo.
Y Rogelio moviendo la cabeza sobre la página del libro, como un monigote articulado, sentía un escalofrío por todo el cuerpo cuando "el aire ululaba en las altas ventanas ojivales del castillo". Él no sabía qué era eso de ventanas ojivales, por lo que se detenía casi siempre a contemplar la lámina donde un joven príncipe de larga melena al viento y capa ondulante -que él imaginaba de bellos colores- huia del castillo cuando la luna iba ocultándose detrás de las altas almenas. Nunca había visto un castillo como el del libro porque el del pueblo, del tiempo de los moros, ni tenía almenas ni torreones ni ventanas. Sólo era un muro de tierra, como el de los corrales, aunque bastante más grueso, en lo alto de un monte pelado. Eso sí, el castillo del pueblo era mucho más alto que el de la lámina. Y volvía a contemplar aquellas ventanas terminadas en punta que él no recordaba haber visto ni siquiera en la iglesia del pueblo, que era lo más antiguo sin contar el castillo. Después de ponía a pensar en el viento que ululaba. Tampoco sabía qué era. La palabra que más se le parecía de su vocabulario era aullar. Eso sí que lo conocía bien Rogelio, porque eran tiempos en que aún los lobos bajaban de la sierra cercana en las frías noches del invierno. Rogelio escuchaba sus aullidos acurrucado en la cama junto a sus padres. Por eso se le ponían los bellos de punta cuando leía lo del viento ululando en las altas ventanas.
-Venga, Rogelio, chiquillo, te paras en lo mejor.
Y Rogelio terminaba leyendo la vuelta del joven príncipe al castillo donde ya no ululaba el aire ni la luna se ocultaba detrás de las almenas. Sus heroicas hazañas corrían de boca en boca por toda la comarca. Ya nunca más volverían a llamarle El príncipe miedo.
-Bien lee el chiquillo.
-Pena que sea el hijo de un pastor. De poco le va servir para andar detrás de las cabras.
Detrás de las cabras andaba ya a veces. Los días que no había escuela, claro está. Porque la escuela era lo primero para los padres de Rogelio. Y eso que corrían malos tiempos. Una talega a cuadros y la cartilla del racionamiento para el tabaco de los hombres de la casa: tabaco de picadura y papel Bambú. Es la imagen más fuerte grabada en la tenía del niño cuando años más tarde, en un intento de retorno a la infancia, se ponía a hurgar en la memoria.
-Que el niño sea alguien el día de mañana. No puede faltar a la escuela -decía la madre.
-Como tú quieras, mujer -respondía entre dientes el padre-. Ya me las apañaré.
En los veranos llegaban al pueblo los nietos del amo. Con su piel blanca y transparente, su pantalón bombacho y sus chaquetitas de alpaca eran ya unos señoritos. Rogelio se miraba las manos agrietadas y las rodillas costrosas de gatearse a los árboles y a las paredes de los huertos. Sí, son unos señoritos, pensaba fugazmente el muchacho. Después se olvidaba de ellos.
-Esos sí, esos sí que llegarán lejos -le decían crueles sus tíos-. Tú, como no te apliques, pastor como tu padre o gañán como nosotros. Eso es lo que te espera.
Pero Rogelio no sentía envidia. Él sabía montar una ballesta y enterrarla entre los surcos sembrados en el otoño o cazar gorriones con lira mientras veía caer el agua con la nariz achatada contra el cristal de la ventana en los días lluviosos del invierno. A ver, si no, que intentasen ellos gatear hasta el último hueco de la torre para coger los huevos de cernícalo. Rogelio sabía cazar ranas con una luz y un cencerro en las noches oscuras del verano. Y eso que Rogelio era un mocoso. Lo que nunca había hecho Rogelio era ir a cazar gamusinos, aunque él se estaba oliendo ya que eso de cazar gamusinos era una guasa de sus tíos.
(Claro que se aplicaba Rogelio! Allí estaba él cada mañana, el primero, en la puerta de vieja escuela con sus libretas de raya y sus pizarrines entre dos tablas amarradas con correas. Dos hileras de niños, brazo en alto, berreaban el Cara al sol mientras don José, el maestro sordo, enjuto y solemne, elevaba majestuosamente la bandera. Después se iban colando a empujones en la silenciosa escuela, otra vez brazo en alto y Ave María Purísima. Rogelio nunca entendió nada de aquello ni le importaba mucho. Y eso que era muy aficionado a pintar banderas. No por nada, sino porque le había cogido el truco y además las tres franjas de colores, rojo, gualdo y rojo resaltaban mucho. Aunque tampoco comprendía eso de roja y gualda. Él siempre las pintaba de colorado y amarillo. Posiblemente ese color tan raro sólo los utilizaban los que hacían banderas de verdad. Claro está que él sabía pronunciar esa extraña palabra, no como los otros zagales que decían guarda. Como el que tenía el amo en el cortijo.
Rogelio se aburría en la escuela porque terminaba pronto sus tareas, así que don José, el maestro sordo, lo mandaba a la galería con los zagales pequeños a cantar la tabla o los límites de España: "España limita al Norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia..." Una y otra vez el recitado monótono; pero así podía ver el sol que entraba por las grandes vidrieras, observar las bandadas de gorriones que revoloteaban en los altos eucaliptos o presumir ante las niñas que se se asomaban furtivamente por los ventanales.
-Rogelio, que don José que mandes a los niños al recreo -se asomaba a la puerta uno de los mayores, Gervasio, un niño raquítico y paliducho. Que estaba tísico decían. Por el hambre. Rogelio no se enteró hasta mucho más tarde de que la gente había pasado hambre en el pueblo aquellos años mientras él se zampaba unos pedazos de pan aún calentito, recién sacados del horno, tan grandes que no le cabían en las manos, Con aceite y azúcar. Eso sí, "que no saliese comiendo a la calle", le decía la madre.
Rogelio había oído decir que algunos cuando iban a morirse olían ya a muerto. Tonterías, pensaba él. Otra cosa como la de ir a cazar gamusinos. Aquel verano, cuando los hombres estaban en la siega, murió Gervasio. Lo llevaron al camposanto en una cajita forrada de raso blanco. Porque era inocente aún, habían dicho. A Rogelio no le dejaron llevarlo porque era muy pequeño y no igualaba, pero le dieron una de las cuatro cintas blancas prendidas de las esquinas de la caja. Hacía calor y los hombres olían a sudor, a tabaco y a polvo de trigos recién segados. Un olor dulzón y pegajoso salía de la caja. Rogelio lo comprendió todo en un instante. Aquel olor penetrante era olor a muerto, el mismo que desprendía Gervasio muchos meses antes, cuando jugaban a enterrar flores en los huecos de las paredes, cubriéndolas de con trozos de cristal, como si fuesen nichos transparentes. Porque Gervasio se cansaba muy pronto y no podía jugar a guardias y ladrones.
Rogelio, vente a jugar al burro y no seas mariquita, jugando con flores como las niñas -le gritó el hijo pequeño del sacristán, retaco y fuerte, de cara descuadrada y una nariz ancha y remangada como una pella de barro pegada debajo de los ojos. El hijo pequeño del sacristán no sería sacristán como su padre, de eso estaba seguro Rogelio. Guardia Civil. Seguro. Y hasta era posible que llegase a comandante de puesto-. No sé cómo te juntas con el Gervasio con lo que jiede.
-Esto se le vendría también a la cabeza el día del entierro.
-Bueno, jugamos al burro o a las siete y media. Lo que queráis. Lo que no juego es a guardias y ladrones.
-Mariquita, qué tienes tú contra los guardias y los ladrones -le empujó el hijo del sacristán.
Rogelio comprendía que defendiese a los guardias, porque sabía que iba a terminar siendo uno de ellos, aunque al Carliche ni se le hubiese pasado aún por la cabeza. Lo que no entendía bien era por qué defendía a los ladrones. Y es que Rogelio no conocía a ningún ladrón; ni siquiera se imaginaba qué cara tendrían. En el pueblo había gente que robaba bellotas o leña para hacer una carga de carbón o de cisco; pero, claro, esos no eran ladrones de verdad. También el sacristán, que era panadero, le quitaba un pellizco a la masa de los panes, decían las mujeres. Pero Rogelio no estaba muy seguro de que por eso el Carliche defendiese a los ladrones, porque el sacristán tenía cara de borracho pero no de ladrón. Para Rogelio ladrones eran los bandidos de su libro Los santos españoles. Se sabía casi de memoria sus vidas y milagros; la que más le gustaba leer era la de san Pedro Almengor, De bandido a santo. Rostro fiero y barbas hasta la cintura, una túnica de tela basta a media pierna dejaba ver unas gruesas calzas de cuero. En la mano una espada corta, un puñal o un cuchillo, que Rogelio no entendía mucho de armas blancas y tampoco estaba muy claro en la lámina. Asaltando y robando a los indefensos viajeros a los que la necesidad obligaba a adentrarse por aquellos parajes despoblados. También le gustaba leer la de Santos Justo y Pastor, que él pensaba que eran dos niños como el Gervasio -pero oliendo mejor-, que por eso lo enterrarían meses más tarde en una cajita blanca.
En un extremo del patio las niñas jugaban al corro bajo la miraba maternal y sonriente de doña Concha, la maestra, un poco entradita en años y en carnes y con una leve cojera que ella intentaba disimular como Dios le daba a entender. "Viva la media naranja, viva la naranja entera, vivan slos guardia civiles que van por la carretera", cantaban las niñas mientras el corro se movía alegremente.
Había pasado mucho tiempo en la mente de Aurelio desde la muerte de Gervasio. Tiempo psicológico que dirían los entendidos. Se habían alzado las eras y recogido el grano y la paja en los doblados, se vendimiaron las viñas y llegaron los Tosantos. A Rogelio le producía cierta desazón, como un hormigueo en la boca del estómago, el doblar de las campanas -din, don, dlon- durante toda la noche. Se puso triste por su amigo el tísico: aún recordaba su olor, el olor de los muertos, le habían dicho. A veces, cuando se quedaba en la cama porque tenía fiebre, se olía el aliento y las manos por ver si tenía el mismo olor que su amigo Gervasio. Se terminó la recogida de la aceituna, los dedos como carámbanos, rebuscando detrás de los aceituneros, los surcos como cristales por la escarcha.
Ya sólo quedaba contar los días que faltaban para que llegasen los Reyes . Todas las noches salía al corral por si veía aparecer la estrella, aunque como había tantas temía no poderla distinguir. Decían que venían de Oriente. Aunque le había dado muchas vueltas al globo de la escuela, no había logrado encontrarlo, así que supuso que el Oriente estaría mucho más lejos aún. Más difícil le resultaba comprender que bajasen por la chimenea, sobre todo por la de su casa, que era muy pequeña. Pero, en fin, como eran unos magos, ellos sabrían cómo arreglárselas. Ya se cuidaría él de ponerle las botas más grandes que tuviese, las de becerro que eran grandes y estaban nuevas, sobre la repisa de la chimenea donde el abuelo hacía las migas muy de madrugada.
Muchos días antes, ya tenía escrita la carta, sin un solo borrón y con las líneas muy rectas. Como surcos. Claro que había tenido que poner debajo un papel pautado. Esperaba que los Reyes no se diesen cuenta. En un papel de barba "el galgo", con los márgenes ligeramente descuadrados, había escrito:
Queridos Reyes Magos:
Os escribo a los tres, porque no quiero que os disgustéis ninguno. Me gustaría pediros un carro grande, pintado de verde, con las llantas de hierro reluciente y los radios pintados de verde, igual que el que tiene el nieto del amo y que no me deja jugar nunca con él porque yo soy el hijo del pastor. Bueno, dejad el carro porque lo que de verdad quiero es un libro muy gordo que tiene don José el maestro encima de la mesa, con muchos mapas y muchos santos. Os digo que se llama Enciclopedia Álvarez para que no os equivoquéis. Es que los dos libros que tengo ya me los he aprendido y quiero saber más cosas.
No sé cómo despedirme porque nunca he visto a un rey; aquí el que manda ahora es un Caudillo y a ese yo no le he escrito nunca porque no tengo nada que decirle. Os daría un abrazo pero lo mismo no es así.
Ya está. Este que lo es y besa su mano. Rogelio
Fue una noche de pesadillas y de sueño entrecortado. El olor de las migas que llegaba hasta la alcoba le hizo saltar de la maca muy temprano con los piececitos descalzos y los ojos muy abiertos. Sobre la repisa de la chimenea paquetillos mal liados en papeles de colores: caramelos, garapiñadas, un pañuelo..., unos calcetines..., una caja grande... No, no es tan gordo como el del maestro; posiblemente porque está nuevo. Con los nervios, la caja se le cayó de las manos y la cocina quedó inundada de trocitos de madera de las más variadas formas y de vivos colores: rojos, azules, amarillos...Rogelio leyó la tapa de la caja: JUEGO DE ARQUITECTURA. Recogió todas la piezas, triángulos, cuadrados, arcos..., las guardó desordenadamente en la caja, que dejó encima de la mesa de la cocina mientras unas lágrimas silenciosas le brotaban de los ojos.
Rogelio pasó todo el día en el monte con las cabras. )Qué habría hecho mal? )Se habrían equivocado de chimenea los Reyes Magos? Por la carta no podía ser, que bien clarito se lo había puesto, y sin un solo borrón y con las líneas tan rectas como los raíles de la vía. Se quedó absorto, contemplando un tren que subía por la cuesta de Pedro Gordo, chiquichán, chiquichán, chiquichán... Y Rogelio le ponía letra al son monótono de la máquina recortándose limpio en las faldas de los cerros: "fogonista, fogonero, quita carga que no puedo".Así una vez y otra, hasta que el tren era ya sólo una pesada culebra en la cima. Aquel tren, negro y azul, con el metal de los faros brillando en el sol frío de la tarde y una melena de humo gris deshaciéndose en el aire, le hacía soñar con lugares lejanos, tan lejanos como el castillo del príncipe de su cuento o el país de donde venían los Reyes Magos y que él no había logrado encontrar en el globo azul de la escuela. Rogelio volvió al hilo de sus pensamientos. Si eran tan sabios, podrían haber pensado que maldita la falta que a él le hacía un juego de arquitectura, si a él lo que de verdad le gustaba era la Enciclopedia Álvarez.
Por la tarde volvió a casa, silencioso y triste pero más sosegado. Que posiblemente la culpa fuese del cartero que decían en el pueblo que apenas si sabía leer y que casi nunca llegaban las cartas. Aquella noche, arrebujado entre las sábanas y con la pena aún prendida en sus abiertos ojos, Rogelio, a sus siete años mal contados, tomó una decisión irrevocable. Ya no quería ser maestro, ni médico, como los nietos del amo. Ni siquiera maquinista de trenes, que tanto le gustaba. Tenía que ser cartero; pero no como el del pueblo que no entendía las letras ni sabía dónde mandar las cartas. Claro que tendría que darle aún muchas vueltas al globo de la escuela para saber dónde estaba el Oriente y mirar mucho los trenes si quería descubrir a qué lejanos países iban; no estaba tan seguro de poder localizar el castillo del príncipe de su cuento, pero tenía que intentarlo. Rogelio quería ser cartero, un cartero listo y sabio, para que ningún niño estuviese nunca tan triste como él lo había estado aquel día de Reyes Magos.
Han pasado los años. Un hermoso puente de un solo arco y velas blancas desplegadas se alza sobre el río. En uno de los pilares, una placa de bronce: "Arquitecto: Rogelio Manzanares". No pudo ser cartero; ni siquiera llegó a encontrar el castillo del príncipe. Eso sí, Rogelio, aunque ya no pone las botas junto a la chimenea, sigue creyendo en los Reyes Magos.
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